PEÑA
EL DESPOBLADO DE PEÑA REVIVE POR SAN MARTÍN
Diario de Noticias, 15 de noviembre de 2009
Texto: Fernando Hualde
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El pasado 11 de noviembre, por unas horas, el despoblado de Peña recuperó su pulso vital. Sus vecinos volvieron a ocupar su espacio, se llenó de nuevo el templo, y no faltó el recuerdo a todos los que allí han vivido.
Las casualidades son las casualidades, y no hay que darle más vueltas. Entre mis muchas asignaturas pendientes que yo tengo en mis recorridos por el patrimonio de Navarra, estaba la de visitar el despoblado de Peña, que solo conocía por fotografías y que me parecía, sencillamente, espectacular.
La excursión la proyecté con un amigo para este pasado martes, pero la lluvia nos forzó a retrasarla al día siguiente, que era miércoles y 11 de noviembre. Y allá que fuimos.
De Pamplona a Sangüesa; de “la que nunca faltó” a Gabarderal; y de allí a Torre de Peña, un pequeño poblado por el que pasa la Cañada Real de los Roncaleses, y que sorprende por la gran colección de estelas funerarias que desde hace cuatro décadas decoran el pequeño jardín que hay delante de su iglesia de San Gabriel. Estábamos ya dentro del término de Peña, un término municipal que durante siglos ha tenido un único propietario, y que hace tres generaciones, aun quedando dentro de la misma rama familiar, se dividió en tres partes: Monte de Peña, Sierra de Peña, y Torre de Peña.
Lo cierto es que el guarda de Peña, al ver nuestro coche se acercó interesándose amablemente por nosotros. Le mostramos nuestra intención de dejar el coche allí y, por el camino viejo, subir hasta el despoblado de Peña. Nos dijo que no había ningún inconveniente, y para nuestra sorpresa nos informó que ese era precisamente el día de subir a Peña, pues era 11 de noviembre, fiesta de San Martín, patrón del lugar, y que ese día se abría la iglesia y se hacía una misa honrando al patrón. Estaba claro que, sin quererlo, habíamos elegido muy bien el día.
Los últimos
El camino era estrecho, de esos que antaño llamaban de herradura, pues únicamente se podía transitar andando o con caballerías, y siempre “en fila india”. Y desde allí mismo empezamos la ascensión. Buena parte de la senda discurre bordeando la malla metálica que cierra una de las tres partes de Peña; bordeamos algún sembrado, caminamos entre encinas a la vez que íbamos cogiendo altura, hicimos un alto en el corral que hay a mitad de camino, que por cierto, ¡cuántas casas de Navarra quisieran tener esas piedras de sillería que lucían las paredes del corral!; y es así como, serpenteando con la torre a la vista como regia referencia, llegamos hasta las mismas casas, ya en ruinas, de Peña.
Como era de esperar, en día tan señalado no habíamos sido los únicos en subir hasta allí. Algunos habían subido a pie, como nosotros, y otros en vehículos todoterreno por una de las pistas. Lo cierto es que en aquél templo, que excepcionalmente abría sus puertas ese día –igual que lo hace cada 9 de mayo, San Gregorio-, nos reunimos 29 personas en una eucaristía celebrada por José Mª Marticorena, nuevo párroco de Sangüesa y de Peña, que además era portador de los saludos del Arzobispo para todos los asistentes a ese acto religioso.
La situación era surrealista. La casualidad había querido que fuésemos a Peña precisamente uno de los dos días del año que tiene vida, y además teníamos la suerte de compartir aquella jornada con las últimas personas vinculadas con ese despoblado. De nuevo aquella iglesia estaba llena, de nuevo sonaba bajo esa bóveda el kyrie, de nuevo olía a cera, y de nuevo la figura de San Martín, como tantas veces lo había hecho en otro tiempo, volvía a contemplar a aquellas personas que un día dieron vida a esas casas.
Lamentablemente los amigos de lo ajeno, que encaramándose al tejado, tantas veces habían entrado a esa iglesia buscando no se sabe muy bien el qué, habían forzado a cerrar esa vía de acceso, y en consecuencia ahora no se podían hacer sonar las campanas, lo cual hubiese sido un momento mágico; pero a cambio de eso, Salvador Navarro, encargado de la finca, y nada menos que algo más de sesenta años presente en esos parajes, salió con la campanilla anunciando a los que hasta allí habían llegado que la misa comenzaba.
Era un momento curioso; yo lo valoraba desde la perspectiva de quien va recorriendo todos los despoblados buscando cualquier signo que permita interpretar y recomponer lo que pudo ser la vida en ese lugar. Y lo curioso es que en esa iglesia estaban esa mañana, y en ese momento, todas aquellas personas con las que a mí me hubiese gustado hablar para intentar salvaguardar la memoria de ese lugar. He recorrido decenas de iglesias abandonadas, y era como si alguien me hubiese hecho el regalo de llenarme los bancos de esa iglesia con quienes fueron sus últimos usuarios. No perdí el tiempo. Nada más acabar la misa, mientras se degustaba un generoso lunch a base de pan, chorizo, queso y tallos de espárragos, fui hablando con esas personas.
Allí estaba, entre otros, José Antonio Landa Leoz, un gran conocedor de este lugar, y también la última persona que nació en Peña; esto sucedía un 1 de agosto del año 1939. Llegó a tiempo de ser alumno de la escuela de este pueblo hasta los 8 años de edad. Me contaba que los últimos vecinos de esa localidad habían sido Nicanor Leoz y Asunción Landa, que cerraron la puerta de su casa por última vez en el año 1952. Desde ese año el lugar está despoblado, que esto no quiere decir ni mucho menos que esté abandonado; de hecho la iglesia de San Martín ha conocido arreglos y restauraciones posteriores, incluso la casa Abacial ha llegado a ver cómo su cara externa era rehabilitada muy oportunamente.
El ermitaño belga
Además, en los años sesenta, me recordaba Salvador Navarro, había vivido en Peña un ermitaño de nacionalidad belga; dicen que era pariente, o amigo, de los propietarios de esta finca, monje dominico, y que antes de dedicarse a la vida religiosa había sido ingeniero, pero una descarga eléctrica cuando estaba en una torre de alta tensión le hizo cambiar su vida. Fruto de aquél accidente es que desde entonces tenía que andar con una pierna ortopédica. Era el padre Arnaldo de Liedekerke. Y debo decir que todas las personas con las que hablé en Peña coincidieron, unánimemente, en señalarle como un auténtico santo. Recordaban que se alimentaba exclusivamente de pan, huevos, trigo y leche, que semanalmente le subían los empleados de la finca hasta allí. Fuera de ese contacto los empleados procuraban respetar su vida eremita, y el acuerdo que tenían con él es que si alguna vez no se encontraba bien y necesitaba ayuda, lo único que tenía que hacer era sacar una sábana por la ventana y dejarla colgando. En Semana Santa tenía además la costumbre de no hablar con nadie, eran para él días espiritualmente fuertes, y eso los empleados lo sabían muy bien; de hecho, la comida que se le subía en esos días no la llevaban hasta el despoblado, sino que se la dejaban al pie de una encina que hay en el borde de la pista a unos quinientos metros de la iglesia; y allí acudía el padre Arnaldo a recoger esos modestos alimentos una vez que se aseguraba de que ya no había nadie.
Salvador Navarro recordaba haber conocido en Peña tres casas habitadas: “la del maestro, que era manco, la de Nicanor, y la de Ángel”; incluso recuerda que a Peña iban niños de la localidad aragonesa de Sofuentes, y de Cáseda, a pasar la semana; acudían a esta localidad atraídos por la calidad de la enseñanza.
La casa más grande de este lugar es la denominada Casa Abacial, Uno de los propietarios de esta finca, Beltrán Ibarra, me decía que se desconocía el origen de este nombre, pues la iglesia de Peña nunca había sido abadía, y que es muy posible que tuviese algo que ver con el monasterio que hubo, al menos desde el siglo VIII, un poco más arriba del cementerio, a cuyo frente debió de estar el abad Virila (San Virila), a quien en un momento dado el obispo le mandó trasladarse a Leire para que solucionase un problema que había entre los monjes; acudió allí y lo solucionó con éxito, obteniendo a cambio el beneficio de poder peregrinar a Tierra Santa. En ese viaje ocupó unos años de su vida (se habla de 3 ó 4 años), durante los cuales se produjo en Leire el cambio de orden monástica, por lo que cuando volvió se encontró que en ese monasterio del que él creía ser todavía el abad, los monjes no le conocían. Parece que esto puede ser el origen de la leyenda del abad y el ruiseñor al que estuvo escuchando durante 300 años.
El aviador inglés
Lo curioso es que estábamos allí, junto a la iglesia, hablando después de misa, y era 11 de noviembre. Y si digo que eso es lo curioso es porque hace exactamente sesenta y seis años, en esas mismas y exactas circunstancias, estando los vecinos de charla después de honrar a su patrón, sucedió que oyeron el motor de un avión, sucedió que de inmediato lo vieron, y que vieron que iba en llamas, y que de la cola del aparato colgaba un paracaídas por un hombre cuyo destino no podía ser otro que estrellarse con el avión. Y se estrelló allí cerca, ante la mirada de todos.
Los vecinos rescataron el cadáver. Se trataba de un aviador inglés según rezaba la documentación que llevaba encima, concretamente el capitán Donald Walker, 28 años de edad, de la Royal Air Force; cuyo aparato, un Mosquito había sido alcanzado en Francia por la artillería alemana. Los dos pilotos que allí iban, a pesar de la seria avería, se marcaron como objetivo volar desde las inmediaciones de Toulouse, que es donde les habían alcanzado las tropas de Hitler, hasta España para intentar aterrizar en las llanuras del Ebro, pero la mala fortuna hizo que una vez rebasados los Pirineos el avión se incendiase, así que optaron por saltar en paracaídas; primero lo hizo el copiloto, de apellido Crow, que cayó y se salvó en las inmediaciones de Sos del Rey Católico; y después lo hizo el capitán Walker, con tan mala suerte que el paracaídas se enganchó a la cola del avión, un avión en llamas y sin nadie que lo pilotase.
A aquél hombre le dieron cristiana sepultura en el camposanto de la localidad. Posteriormente su familia visitó su tumba, se le puso una lápida a semejanza de las que se colocaron en Gran Bretaña a todos los caídos en la II Guerra Mundial, incluso enviaban dinero para flores que cada 1 de noviembre fuesen allí depositadas. Cuando Peña quedó despoblado fueron los montañeros de Sangüesa quienes durante un tiempo se ocuparon de subirle unas flores al aviador inglés, y ahora… y ahora son manos anónimas y buenas las que cada primero de noviembre suben hasta ese cementerio y colocan flores en todas las tumbas.
Sobra decir que visitamos la tumba del aviador inglés; no le faltaban flores, ni a ella ni a ninguna. Este es un detalle simple, pero que dice mucho de esos vecinos que allí conocí, personas extraordinarias y de una gran bondad que, sin duda, merecen que se haga un esfuerzo por salvaguardar la memoria de este lugar.
Ya hablaremos otro día de su historia, de su castillo, de su antiquísimo monasterio, de su iglesia, de la familia propietaria, de…; tiempo habrá para hablar de todo esto. Hoy, ahora, tan solo quería dejar constancia de que Peña todavía vive, viven sus raíces, viven los últimos que lo conocieron con vida, y revive cada 11 de noviembre gracias a San Martín, aquél que compartió su capa con un pobre. Hoy tocaba conocer a Peña en su vertiente más humana. Insisto: unas personas extraordinarias.
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Me encanta tu blog!
ResponderEliminarAyer estuve en Peña y leer luego lo que tienes escrito me ha emocionado realmente...
me encantaria que siguieses con tu blog acerca de pueblos de la ribera como carcar...
ResponderEliminarUn lujo de blog, Fernando. Me encanta. Sigue así
ResponderEliminarQue bonito el pueblo de tu abuela, menudas vistas!
ResponderEliminarHoy mismo hemos visitado Peña desde Sofuentes y salvo que la fuente está seca, lo demás igual de espectacular
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