SARRIGUREN

NOTA IMPORTANTE.- Este artículo fue publicado en 2003, cuando fueron expulsados los últimos vecinos para dar paso a la construcción de una ecociudad que hoy cuenta con varios miles de habitantes. Es un homenaje a la etapa rural de Sarriguren y a sus últimos vecinos que habitaron unas casas que todavía hoy siguen en pie, como si fuesen la "parte vieja" de Sarriguren.


 SARRIGUREN, DE SEÑORÍO A ECOCIUDAD





         Muy cerca de Pamplona, cada vez más cerca, está la localidad de Sarriguren. Se trata de un concejo que pertenece al Valle de Egüés. Y hay que decir, para situarnos mejor, que después de la incorporación de Mendillorri a Pamplona, Sarriguren se ha quedado dentro del valle en su límite más occidental, es decir, más próximo a la gran ciudad. Espero que esto no sea augurio de nada.

         Un día como hoy, en pleno mes de febrero, un hecho tan sencillo como puede ser el de pasear por sus calles resulta imposible. La localidad está cercada, las casetas de obra se apilan muy cerca de la iglesia, y en toda esa llanura que flanqueaba el que hasta hace poco ha sido el camino a Badostain aparece ahora ante nuestra vista como un mosaico parcelado en el que crecen por doquier las farolas y en el que las aceras urbanizadas y ordenadas nos indican por dónde deben de ir nuestros pasos.
         Y es que, lo que se está construyendo allí, es nada más y nada menos que la Ecociudad de Sarriguren y, anexa a ella, la Ciudad de la Innovación.
          La Ecociudad, según está previsto albergará 4.646 nuevas viviendas. Quiere ser un ejemplo de urbanismo bioclimático basado en el ahorro energético, utilización de materiales no contaminantes, integración de energías renovables, etc.; y para ello lo que se busca es crear una comunidad urbana en la que haya un perfecto equilibrio entre su función como residencia de vecinos, los equipamientos, las áreas de actividad económica y los espacios públicos; dotado todo ello de unas infraestructuras de gran calidad y sensibles y respetuosas con el medio ambiente.
         La Ciudad de la Innovación, por otro lado, aspira a ser algo así como el Parque Tecnológico de Navarra, ideado para que se asienten en él empresas de investigación, desarrollo de innovación y alta tecnología.
         No entro en si esta nueva urbanización, o ciudad, con tan pomposos nombres y tan buenas cualidades, es necesaria; posiblemente lo sea, aunque confieso que no me considero capacitado para juzgar un proyecto de esta envergadura. Otras personas seguro que lo harían teniendo en sus manos los mismos datos o menos que quien esto escribe, pero yo al menos no quiero caer en esa irresponsabilidad.


Profundo cambio

         Sin embargo uno no puede evitar un sentimiento de tristeza cuando ve que en las calles de Sarriguren ya no hay coches, que las puertas y las ventanas de las casas están cerradas, que ya no sale el perro a recibirte, que Martín Apesteguía, el de “Txikito”, ya no está en su puerta, que ya no hay trasiego agrícola..., en definitiva, que ya no hay vida.
         Recuerdo con añoranza las últimas fiestas, y las guardo en la memoria como un tesoro porque sé que marcaron historia, que realmente fueron las últimas, con aquella comida bajo la carpa, aquellos cantos, aquella extraña sensación que flotaba en el ambiente, y que iba de boca en boca, de saber que el Sarriguren rural moría, que asistía a sus últimos coletazos, que todos quedaban sin casa y sin tierras en las que trabajar, que en sus campos ya nunca más iba a crecer el cereal sino casas y farolas. Era el punto final, un tanto amargo porque se entendía que no se estaba haciendo bien, que sus últimos moradores no estaban recibiendo un trato justo.
         Años atrás, en 1988, los trabajadores de este pueblo, es decir, los padres de familia, cuando estaban a punto de ser los propietarios de las tierras, pues el derecho les asistía por el número de años que llevaban trabajándolas, se vieron forzados y obligados a firmar un documento de renuncia a esos derechos; si no firmaban se cernía sobre ellos la amenaza de ser inmediatamente despedidos. No tuvieron otra salida.
         Se ha puesto ya el punto final en Sarriguren a una larga etapa de vecindad y convivencia. Sus moradores eran vecinos, que no dueños; y eso lo han pagado caro. Muy caro. Se habían convertido en meros espectadores de lo que ocurría, nada tenían que hacer ante una venta de terrenos como la que se hizo por parte de los hermanos Uranga, y nada han tenido que hacer ahora ante el nuevo rumbo que a golpe de timón ha impuesto el departamento de Ordenación del Territorio del Gobierno de Navarra al viejo señorío. Los nueve vecinos de Sarriguren eran precaristas, es decir, no tenían derecho alguno sobre la propiedad, o lo que es lo mismo, no tenían derecho al pataleo.
         A partir de aquél día las noticias sobre su futuro les llegaban con cuentagotas. Un buen día amanecieron sabiendo que en los 1’4 millones de metros cuadrados que había comprado el gobierno foral se iban a construir viviendas, y más tarde se desayunaron con un proyecto de ecociudad innovadora, y que sus casas se iban a convertir algo así como en el casco antiguo. Todavía no se habían repuesto de tanta sorpresa, cuando de pronto les vino el anuncio de que sus viviendas habían sido expropiadas, y de que tenían un plazo para abandonarlas. El 1 de septiembre de 2002 era el día límite que tenían para abandonar viviendas y tierras. Era tiempo de exilio.




Proteger la historia

         Es el momento de detenerse, de echar una última ojeada a sus casas, al palacio, y a su iglesia, la de Santa Engracia. De ella, y de todo, estaba muy orgulloso Martín, para el que Sarriguren lo era y lo es todo. Con orgullo lo enseñaba, y con profunda admiración lo contemplaba y lo valoraba yo.
         Recuerdo el retablo barroco con la imagen de la santa y con otra imagen de la Virgen con el Niño; ambas piezas pertenecieron al retablo anterior, de estilo renacentista que en su día hicieron Ramón de Oscáriz, Pedro de Alzo y Juan de Landa; y recuerdo también el escudo policromado que había en la pared a la altura de la parte superior izquierda del retablo, exactamente el mismo que hay tallado en piedra en la fachada del vecino palacio de Gorraiz, y que son las armas de Juan Navarro Tafalla, el acaudalado indiano que compró en 1756 el palacio de Gorraiz. Especialmente expresiva era la imagen gótica de Cristo crucificado, del siglo XV, que tallado en madera nos miraba desde lo alto con una serena expresión; o la pequeña imagen de San Francisco Javier que presidía en exclusiva un pequeño retablo. Tampoco olvido, porque me llamó gratamente la atención, sobre el armario de la sacristía, un bello conjunto escultórico romanista que representa a la Trinidad, “trono de gloria”.
         Todavía conservan sus casas esos azulejos de cerámica con la imagen de San Antón, buscando con ellos la protección de los animales que en ellas moraron. Por no hablar de las gateras con puerta, todo un invento que sólo en Sarriguren he podido ver.

         Los viejos legajos nos hablan de este lugar, y nos revelan que fue señorío eclesiástico. Posiblemente con anterioridad hubiese existido allí un asentamiento romano; al menos los restos metálicos y de cerámica romana encontrados años atrás en su término nos orientan en ese sentido.
         De sus tiempos de señorío sabemos que sus vecinos pagaban sus pechas, o impuestos, al Obispo de Pamplona; no en vano era señorío eclesiástico. Y que en 1427 debían una renta anual de 31 cahíces de trigo.
         Las reformas municipales que conoció Navarra casi a mediados del siglo XIX pusieron fin a la forma que se empleaba hasta entonces para elegir a la persona que debía de gobernar la localidad, que en el caso concreto de Sarriguren sus autoridades habían sido hasta entonces el diputado del Valle de Egüés y el regidor del pueblo que libremente era elegido por sus vecinos. En aquella época, sabemos por Pascual Madoz, el pueblo tenía 6 casas en las que habitaban un total de 62 personas; su iglesia parroquial estaba atendida por un abad, y sus niños acudían a la escuela de Olaz. La familia Uranga, concretamente los hermanos Francisco y José Esteban Uranga Galdiano, ha sido propietaria del lugar durante muchas décadas; como también lo fueron de Gorraiz. La familia Uranga optó hace casi cuatro décadas por vender Gorraiz a una sociedad, y hace tan sólo unos años optaron por vender Sarriguren y sus tierras. Finalmente el Gobierno de Navarra ha sido el último propietario del lugar.

         Esta es, en breves pinceladas, la historia de Sarriguren. Una historia que muchos pensarán que es una más. Pero para sus vecinos esta es su propia historia, la que forjaron las generaciones que les precedieron, y en consecuencia, y porque también forma parte Sarriguren del patrimonio histórico de Navarra, sería bueno que esta historia a la que hoy, de alguna manera se le puede poner si no un punto final, si que al menos se le puede poner un punto y aparte, quede recogida, ampliada y documentada, para que los nuevos moradores puedan acceder a ella, hacerla suya, sentirla suya, y respetarla como si suya fuese.
         Que sepan los nuevos sarrigurrenses que, como ha sucedido ya con Mendillorri, con Gorraiz, con Olaz, con Alzuza... por citar tan sólo algunos ejemplos sin salirme del Valle de Egüés (aunque Mendillorri ya no pertenezca al mismo), Sarriguren vivió a principios de siglo XXI una auténtica revolución urbanística que hizo, que de la noche a la mañana, pasase de ser un diminuto pueblo agrícola habitado por un puñado de vecinos, apenas tres familias, con sus fiestas y sus tradiciones, a ser una ciudad residencial dotada de amplias zonas verdes, plazas, un lago, corredores ecológicos y... 18.000 habitantes.
         Desconozco cuales son los planes del ejecutivo respecto al “casco viejo” de Sarriguren, pero doy por hecho, y no espero otra cosa, que su iglesia se restaurará –como se hizo en Gorraiz con la suya-, y que los viejos caserones que han servido de morada a sus últimos vecinos serán respetados y conservados con el mimo que merecen. Si la chimenea de Mendillorri se ha conservado, que me parece bien, estas casas con mucho más motivo. No vaya a ser que a algún iluminado se le ocurra pensar que sobre ese terreno bien podrían ir un par de bloques de viviendas, por muy ecológicas que sean.
         Quede aquí, en estas líneas, mi recuerdo afectuoso a sus últimos vecinos.




Diario de Noticias, 23 de febrero de 2003
Autor: Fernando Hualde

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