LEARZA

LEARZA. ARTE, COLONOS Y MARQUESES

 

         El pasado mes de enero, desde esta misma sección, nos asomábamos de una manera más o menos general a la historia de Etayo, en Tierra Estella, y de sus gentes. Lo hicimos entonces con la promesa, o con el compromiso, de que en un futuro volveríamos a ocuparnos de este lugar, pues entiendo que había otros aspectos de este bonito pueblo que bien merecían un reportaje específico.
         Y como uno no tiene vocación de político electoralista, sino que me gusta cumplir, pues aquí estoy de nuevo dispuesto a resaltar hoy, y aquí, una parte de la historia de Etayo. Es de justicia.
         Para empezar hay que aclarar que Etayo no sólo es Etayo, sino que es la suma de Etayo y de Learza, dos núcleos de población diferentes, aunque muy próximos, con un solo ayuntamiento y un solo sentimiento.


Una plaza

         Cierto es que Learza es poco conocido. Su censo poblacional, totalmente irrelevante desde el punto de vista demográfico, y su ubicación, allá en la falda de San Gregorio, y con una carretera que allí muere, lo convierten en un lugar discreto y bastante desapercibido. Como contraprestación a todo esto, y también como consecuencia de ello, Learza goza de una paz y de una tranquilidad monacal, de un encanto especial, que es el que le da ese ambiente de privacidad que se respira y la solemne presencia de su iglesia.
         Learza no tiene barrios, ni tan siquiera calles; es, simplemente, una plaza. Una plaza cuadrada con un jardín redondo en el centro en el que un sencillo crucero, al estilo de las viejas picotas, ejerce la función de epicentro.
         Antaño no tuvo carretera. Esta era el camino que iba a Piedramillera. Un segundo camino, hoy desaparecido, por el paraje de Los Robles comunicaba el lugar con Etayo. E incluso un tercer camino, el que partía, y parte, desde la iglesia subía por el portillo de la Sierra para bajar después al Corral de la Marquesa. Hoy estos caminos ya no son lo que eran, ya no circulan por ellos las galeras, ni son ruta de segadores; se difuminan, y acaban perdiéndose algunos de ellos en beneficio de otros de nueva hechura –los de la concentración parcelaria-, o reconvertidos en carreteras.

         Learza fue señorío del marquesado de Vesolla, pero antes de serlo encontramos indicios de que allí hubo un núcleo de población en épocas lejanas; hablamos nada menos que de la edad del bronce. De ello quedan algunos vestigios, incluso algunas pinturas rupestres como la que hay en la cueva de las Peñas del Cuarto, cerca del Portillo de la Sierra de San Gregorio, en donde alguien, un día, dejó allí grabado un dibujo que representa a un jinete sobre su caballo. Estos vestigios se complementarían con otros restos líticos, fundamentalmente hachas y cazuelas, que en las últimas décadas se han encontrado en las inmediaciones de Etayo. Una de estas hachas puede verse hoy en el Museo de Navarra.
         E incluso, inmersos como estamos en este ambiente paleolítico, conviene recordar que no muy lejos de allí, aunque ya es término municipal de Los Arcos, a mediados del siglo XX el propietario de una finca (donde hoy está la ermita de San Vicente, antiguo despoblado de Yañiz) destruyó, porque le molestaban, tres curiosas piedras muy bien trabajadas que parecían emerger de la tierra; eran las denominadas “piedras mormas”, unos supuestos menhires –a juicio de Altadill- que arrastraban tras de sí no pocas leyendas.


San Andrés

         Pero volvamos a Learza, que merece la pena. Y vamos a centrar nuestra atención en una de las joyas que el arte románico exhibe en Navarra. Se trata de la iglesia de San Andrés Apóstol, que cierra, en un alto, la plaza de Learza.
         Es un edificio que por su estilo arquitectónico no andaremos muy errados si decimos que pudo construirse hacia el año 1200. Es decir, dentro del estilo románico podríamos encuadrar este templo dentro de lo que se llama “románico tardío”, o dicho de otra manera, y para que el lector pueda entenderlo mejor, sus arcos no son totalmente semicirculares sino ligera y discretamente puntiagudos en su parte más alta, algo que sucede hacia el año 1200 cuando el arte románico empieza a evolucionar hacia el arte gótico. En cualquier caso, y aun no entendiendo de arte, solo cabe admirarse ante la belleza arquitectónica que nos muestra esta pequeña iglesia del románico rural.
         Este templo, según recogen Víctor Pinillos y Antonio Bobadilla en su libro “Etayo. Apuntes sobre un pueblo navarro” –que no me cansaré de recomendar-, ha conocido algunas remodelaciones en las que siempre se ha respetado su aspecto original. Estas reformas las conoció fundamentalmente a partir del siglo XVI, así como en el siglo XVIII y en la primera mitad del XIX; prueba de ello, y testimonio claro e inequívoco de aquellas obras, son las pinturas góticas que hay en el interior, o los retablos, el coro, la sacristía, la nueva puerta de entrada –con su pórtico- que da a la plaza, o la antigua espadaña.
         San Andrés conoció también importantes trabajos de restauración en los años 1987 y 1992, que finalmente le han devuelto su aspecto primigenio y nos permiten hoy contemplar este templo en su estado más puro.

         Durante las reformas que ha tenido esta iglesia llegaron a descubrirse, al retirar un retablo lateral, algunas pinturas góticas no muy bien conservadas precisamente, pero que nos orientan hacia la existencia de reformas en aquella época.
         A la espadaña también se le ha devuelto, y con gran acierto, el aspecto original; para ello fue necesario desmontar algunos añadidos posteriores que le daban un cierto aire de campanario.
         Allá en el siglo XVIII alguien tuvo la brillante idea de hacerle a esta iglesia una nueva puerta en su lado norte (hacia la plaza) dotada posteriormente de un pequeño atrio, o lugar de reunión, quedando así en desuso la puerta original de la fachada sur (hacia la sierra); y cuando digo en desuso no quiero decir que se usase poco sino nada, pues la tapiaron por dentro. A esa misma época pertenece también el aguabenditera de alabastro.

         En su interior llama la atención el retablo romanista, labrado hacia el año 1600, que se atribuye al maestro Juan de Truas, con participación de Francisco Martínez de Nájera en lo que a policromía se refiere. Está presidido, en el centro, por la figura de San Andrés Apóstol. Tiene la iglesia otros dos retablos dedicados a San Juan Bautista y a Santa María Magdalena.

         Learza es hoy un auténtico remanso de paz. Tal vez ya no tenga el esplendor que tuvo antaño en lo que a actividad agrícola se refiere. Atrás ha quedado también la ganadería que tuvo, la que utilizaban para las tareas agrícolas y la de cerda que mantenían los colonos para su propia alimentación. Allí, en uno de los lados de la plaza, está el palacio, con sus armas de piedra en la fachada ocultas prácticamente por las ramas, cuyo interior nos podría hablar de marquesados, como el de los Vesolla, o de vizcondados, como el de Valderro. Estos nobles forjaron la historia de esta aldea, o de esta granja; pero también existe otra historia mucho más íntima, que sin quitarle nada a la nobiliaria, es la que día a día, año a año, y siglo a siglo han ido haciendo los que allí han trabajado, los que han hecho que los campos diesen su fruto, los que cuidaban el ganado, el cabrero, el que le robaba los melocotones a la marquesa, las aguadoras que llevaban hasta el palacio el agua del manantial de Zaraquieta, el que iba con el macho todos los domingos a buscar al cura de Etayo para que celebrase la misa...
         En Learza trabajaban familias de los pueblos cercanos, y allí nacían sus hijos, y allí vivieron hasta que el campo conoció su mecanización. Ellos recuerdan con agrado aquella época, y recuerdan las fiestas que se celebraban, con música, a las que acudían vecinos de otros pueblos. Mandaban sus hijos a las escuelas de Etayo, según indica Mª Inés Acedo en su libro dedicado a Piedramillera, y aquellas familias tenían en propiedad sus propios animales de corral.
         Hay quien recuerda con nostalgia la vida social que se generaba en torno al lavadero, que se encontraba en la subida al pueblo y hasta él bajaban a lavar al menos una vez por semana. En fin, todo es historia, aunque sea menuda, y también esta hay que recuperarla, y conservarla, y darla a conocer. Y es lo que hoy hacemos en estas páginas.


Diario de Noticias, 6 de abril de 2003
Autor: Fernando Hualde

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